Cultura

La novela anticatólica de John Irving

"De devociones absurdas y santos amargados, líbranos señor". Santa Teresa de Avila.

Por Guillermo Belcore



Así como Borges jugaba con espejos, laberintos y tigres, John Irving (New Hampshire, 1942) ha creado una mitología personal que combina mujeres corpulentas o intimidatorias, el circo, la lucha libre, fantasías sexuales estereotipadas, muertes grotescas, situaciones truculentas con cierto sarcasmo, giros inesperados en la trama, historias tristes de amor, sucesos desbordantes. El potaje es casi siempre sabroso.

En Avenida de los misterios (Tusquets, 637 páginas) añade una dimensión religiosa y mística. Su no-vela más reciente, cuyo título evoca la calzada que desemboca en el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, arremete contra el catolicismo tradicional. Es un libro militante, se empeña en transmitir un mensaje. En nombre del humanismo secular (‘‘el eterno enemigo’’), el genial escritor estadounidense ha querido repudiar de la Iglesia su proselitismo permanente (¿no es ésta su misión primordial, la evangelización?), sus intervenciones sociales, sus manipulaciones de la historia, el colonialismo y el comportamiento y ética sexual. ‘‘Entre las impracticables reglas de vuestra Iglesia y la naturaleza humana, me que-do con la naturaleza humana’’, descerraja un personaje. No obstante, si bien resulta pertinente definir al libro como anticlerical, no es posible catalogarlo como antirreligioso. Irving se encuentra abierto al misterio por excelencia, a los milagros inclusive. Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios, admite. Y reivindica la esencia más pura del mensaje del Ungido: la belleza del sacrificio, incluso con la propia vida, por la salvación de los demás.

El catolicismo es el gran tema del libro porque se trata de una novela trinacional que transcurre en su mayor parte en México y las Filipinas. El protagonista se llama Juan Diego Guerrero, escritor consagrado, gracias a que un seminarista malogrado lo rescató de la miseria de Oaxaca en la pubertad y lo llevó a vi-vir a Iowa City. Juan Diego era un chico de la basura, superdotado (como su hermana Lupe, la telépata) que aprendió a leer en español e inglés con los libros que rescataba del vertedero. En la adultez, durante un viaje a Manila, va reconstruyendo en alta definición- sus tremendas experiencias formativas, sueños deshilvanados por la ingesta de betabloqueantes (sufre de presión alta) y de Viagra. Con buen católico -nos dice el autor- se tortura con sus recuerdos.

Extravagantes

Naturalmente, lo secunda una galería de personajes extravagantes. Irving, ya sabemos, es un avezado forjador de caracteres raros y situaciones exóticas. Lupe, la niña clarividente que mantiene una relación de amor-odio con la Virgen María. El padre Pepe, jesuita, con un caridad tan grande como su barrigona. Edward Bonshaw, otra presencia jubilosa, cuya carrera sacerdotal se trunca al enamorarse de Flor, traves-ti mexicana, de conducta anárquica (a la sazón, se convertirían en padres adoptivos del lector del basural). Esperanza, inverosímil mujer de la limpieza, madre de Juan y de Lupe, de mal vivir y exceso de mezcal. Miriam y Dorothy, gruppies lujuriosas

o tal vez dos presencias sobrenaturales. Clark French, escritor católico, tan pelmazo como generoso. Y la lista continúa. Aunque esta vez -¡ay!no gozamos de diálogos memorables. Ha llegado el momento de decirlo: no es la novela número catorce de Irving una de las mejor logradas. El clima exagerado de farsa o comedia televisiva, el agobiante exceso de redundancias y sentencias bobas, la proliferación de escenas inanes, y la condescendencia con el realismo mágico (hay fantasmas, súcubos, estatuas que cobran vida) dificultan el tránsito hacia la última página. Si no fuera por esos pequeños misterios que hacen avanzar la trama…

Da la impresión de que Irving es una persona resentida con los críticos literarios y los trabajadores de prensa. Lo deben haber tratado muy mal, o al menos -él lo siente asíde manera injusta. Nadie puede vestirse peor que un periodista, sentencia. ¡Ejem! Y utiliza la boca de Juan Diego Guerrero para defender su apuesta narrativa, un realismo que, según admite, sigue la forma del siglo XIX (debe mucho a la lectura de Hawthorne, Melville, Hardy y Dickens), pero que ha si-do forjado básicamente por la imaginación, en lugar de la experiencia: ‘‘La vida real es un mode-lo demasiado chapucero para la buena literatura’’.

Las personas reales -se sostiene en la página cuatrocientos ochenta- tienen demasiadas contradicciones e incógnitas. Las personas reales son demasiado incompletas para servir como personajes de una novelas. El buen escritor es aquel capaz de inventar una historia mejor que las que le han ocurrido a él.

Ese realismo que -como se dijo- en Avenida de los misterios tiende peligrosamente hacia lo mágico, hace saltar al tiempo atrás o adelante.

Es un tiempo que parece más asociativo que lineal, pero no es exclusivamente asociativo. En este vaivén se percibe la mano maestra del novelista, como minucioso cuidador de los detalles.

Otra idea sugestiva que plantea el narrador es que las mujeres son las verdaderas lectoras. Son las únicas que poseen la capacidad de sentirse afectadas por una historia. Mientras haya lectoras la novela no morirá, dice el texto.

Por último, hay una rara referencia a la Argentina, mediante dos acróbatas apasionados. ‘‘Quizás eso del sexo a todas las horas sea una cosa propia de los argentinos’’, conjetura Irving. Por lo que uno sabe y ha vivido, es la visión distorsionada de un espléndido narrador extranjero.

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